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viernes, 8 de noviembre de 2013

Iñaki (aita).

A veces deseo que esto no sea más que un simple sueño. Que esta frustrante sensación desaparezca. Pero por mucho que se desee, no hay manera de que todo vuelva a ser como antes. Nuestra vida es, más o menos (más bien menos), como la que teníamos cuando él se iba por un periodo de tiempo. Pero la diferencia es que de esos viajes, siempre volvía. Ahora en cambio, se nota su falta. Siempre se notará. Y las lágrimas acudirán. Daremos lo que fuese necesario por un abrazo suyo, uno de esos “¡abracito, abracito! Pero por mucho que se desee, no se puede conseguir algo que dejó de existir hace poco más de un mes. Su marcada personalidad nos hizo ser quienes hoy en día somos, y se lo agradecemos inmensamente. Marcó momentos de nuestras vidas, buenos y no tan buenos.
Y cada vez que me imagino cómo debió morirse, se me encoje el corazón y se me desgarra el alma, literalmente. Una fuerza sobrenatural se apodera de mí para enseñarme lo que es la rabia, y la angustia. Estoy segura de que luchó hasta el final, con todas sus fuerzas (que no eran pocas en absoluto). Pero el destino, la vida misma, no quiso dejarle seguir adelante.
Y es irónico que una rueda de repuesto lo matase. Porque él así llamaba a las ricas tortillas de patata que hace la ama. No sé a los demás, pero a mí es algo que me inquietará para siempre. El cómo juega el destino con nosotros. El cómo un día puedes perderlo todo. Porque él lo era todo.
Y sin él, mi vida dejó de tener un rumbo fijo durante un tiempo. Y sigue sin tenerlo aún, pero al menos hay momentos en los que comparto risas. Y espero que con cada una de esa risa, mi padre, allá donde esté (si es que está), sonría. Con esa misma sonrisa que se refleja en mis lágrimas cuando pienso en él.
Todos los días, por muy inocente que parezca, tengo la esperanza de que la puerta se abra, y él llegue vestido con su camisa de cuadros y sus pantalones beiges, su abrigo color camel, y su ya histórico maletín; se siente frente al ordenador para aclarar varios asuntos de su trabajo, y a continuación, se siente enfrente mío a comer. Y que después se fuese de la cocina con cualquier excusa con tal de poder volver al ordenador, para mezclar el trabajo con la montaña.
Porque él amaba la montaña. Y quién diría que después de haber pasado tres semanas en las montañas Chilenas junto con sus amigos Joxi, Andoni y tres franceses (de los cuales no conozco nombres), a poco menos de media hora de casa, la rueda de un camión, repito, la puta rueda de repuesto de un camión, impidiese que mi padre Iñaki y tres de sus amigos (Joxi, Andoni y uno de los franceses) nos contasen las peripecias del viaje, con ese entusiasmo que ponía el aita cada vez que me enseñaba las fotos de Noruega.

Pero por lo menos, nos queda algo a lo que aferrarnos: murieron después de haber disfrutado de lo que a ellos les gustaba. Y no; aunque en cierta medida esté hablando de la montaña, me refería más bien a la vida. Disfrutaron de la vida, y nos enseñaron a disfrutar de ella. Algo que ahora será un poco más difícil sin ellos, pero que con el tiempo, estoy segura que conseguiremos. Por nuestro propio bien, y en memoria de ellos.



"Bizitzaz gozatzen erakutsi diguzu Aitatxo,
eta bizitzaz gozatzen jarraituko dugu.
Beti gogoan izango zaitugu,
gure bihotzean.
Edonon, gurekin egongo zara.
Agur Aita, agur Iñaki."



"Nos has enseñado a disfrutar de la vida Papá,
y seguiremos disfrutando de la vida.
Siempre te tendremos en mente,
en nuestros corazones.
Dondequiera, estarás con nosotros.
Adiós Papá, adiós Iñaki"

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